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sábado, 22 de febrero de 2014

LA TARIFA QUE NO TIENE PRECIO...

 

DONDE SE QUIEBRA LA TEORÍA NEO LIBERAL DE LIBRE MERCADO?

DONDE EMPIEZA LA ECONOMÍA SOCIAL SOLIDARIA?

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En la evaluación subjetiva de precios y tarifas. En, lo que no tiene precio.

Estrategias en lugar de tontos cálculos primitivos. Y no queremos significar que haya estrategias correctas o incorrectas, referentes a la fijación y actualización de la tarifa o de un precio determinado. (Lo estamos viendo con la inflación actual) Hablamos de formular sistemas sensibles de participación por un lado, que no son cuantificables pero si valorables y disparadores lineales automáticos que “empujen” a las distintas categorías de usuarios a sensibilizar el proceso mas justo y posible.

DE ESTO HABLAMOS CUANDO DECIMOS QUE HAY QUE GENERAR ENTROPÍA Y DE ESTO HABLAMOS CUANDO DECIMOS QUE HAY QUE TENER UNA FORMULA POLI NÓMICA DE AJUSTE AUTOMÁTICO QUE REEMPLACE LA MANO DE CADA CONCEJAL PARA ACTUALIZAR LAS TARIFAS EN UN PAÍS CON INFLACIÓN.

Copia de EFETE2

#TRELEW Introducción a la Economía Social Solidaria.

Contracara: Lo que está y lo que es.-

La otra economía: entre la eficiencia, el poder y ¿la simpatía?

Leonardo Garnier: Modulo 8

13. Lo que no tiene precio

Ahora bien, ese no es el final de la historia ni la historia completa. Como todo el mundo sabe -pero los economistas solemos olvidar-, hay cosas que se salen de este mundo de las comparaciones cuantificables; hay cosas que no son opcionales o “alternativas” a otras en el sentido preciso de que tenemos que optar por tener una o tener la otra, y que, por tanto, no son económicamente comparables por medio de su valor o precio. Paradójicamente, muchas de estas cosas son las que más valoramos: el afecto de los amigos, la belleza de un atardecer, la satisfacción de un día intensamente vivido, la sonrisa de una hija al vernos llegar a la casa. Cuando pensamos en el “valor” de estas cosas solemos decir que “no tienen precio...” indicando, precisamente, el gran valor que les damos. Estas cosas tienen tanto valor que son invaluables, como se desprende de esta reflexión de Robert Kennedy: “El Producto Nacional Bruto no toma en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación ni el gozo en sus juegos. No se incluye en él la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestros debates públicos ni la integridad de nuestros funcionarios. No mide nuestro ingenio ni nuestra valentía, tampoco nuestra compasión o nuestra devoción a la patria. En pocas palabras, lo mide todo, menos aquello que hace que valga la pena vivir la vida” (1968).

Lo que queremos decir es que, ya sea por su naturaleza o por decisión de la sociedad, estas cosas -y las decisiones que les competen- no pertenecen al mundo de las mercancías, al mundo de la economía. Y no pertenecen a él por una de dos razones básicas.

En unos casos, porque tenerlas o no tenerlas no implica tener más o menos de otras cosas; y el que las tengan y las disfruten algunos no implica que no las puedan tener y disfrutar otros. No tienen el elemento común de comparación de las mercancías, el elemento que constituye la base de los precios: no tienen un costo de oportunidad.

De nuevo, podemos recurrir en este punto a Adam Smith (1997: 137) que, si bien comprendió como nadie la importancia del propio interés y la competencia para impulsar y mantener en marcha los motores de la vida económica, era también presto en poner las cosas en perspectiva, recordándonos que “la parte principal de la felicidad humana estriba en la conciencia de ser querido” y que “en comparación con el desdén de las personas, todos los otros males externos son fácilmente tolerables”.

Y en otros casos, porque aun cuando existiera ese costo de oportunidad, hay una serie de situaciones para las cuales la sociedad establece acuerdos que nos eximen de aplicarles los criterios de la comparabilidad económica y que, por tanto, las saca del mundo de las mercancías. Cabe aquí todo el espectro de transacciones que no dependen de los precios, que no demandan reglas mercantiles ni equivalencias cuantitativas. Estas situaciones son menos extrañas de lo que se podría pensar a primera vista. Esto puede referirse, en efecto, a situaciones como las siguientes:

• Decisiones individuales, como las representadas por los regalos que todo el tiempo

“intercambiamos” sin exigir su precio a cambio (y a los que, de hecho, sólo por error dejamos la etiqueta con el precio).

• Decisiones que tomamos como parte de un grupo, como ocurre en la familia, los clubes, las organizaciones religiosas, las asociaciones voluntarias y muchas otras (a veces no tan nobles), en las cuales las decisiones no dependen estrictamente de los precios, ni del toma y daca del mercado, ni de la rentabilidad correspondiente.

• Dentro de la categoría anterior destaca un rubro que, por su importancia y su carácter, merece destacarse: las decisiones que se toman al interior de esas peculiares instituciones -o agentes- económicos que son las firmas, que ciertamente no se organizan internamente sobre la base de decisiones libres, individuales y voluntarias, sino con base en una verdadera planeación estratégica y la más estricta disciplina jerárquica.

• Y, finalmente, el amplio repertorio de bienes y servicios que las sociedades deciden producir y asignar no como mercancías, sino como bienes y servicios públicos. En estos casos no se trata de satisfacer una demanda o de cumplir una orden individual, sino de garantizar el cumplimiento de algo que se ha definido como un derecho. El derecho a la educación, el derecho a la salud, el derecho a la seguridad, el derecho a la cultura, el derecho al agua potable, a la energía eléctrica, son todos ejemplos frecuentes en los que la asignación de los recursos no responde a la lógica estricta del mercado, ni de la satisfacción individual, sino a la lógica de la política y de las decisiones colectivas.

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